Había amanecido,
y en lugar de romper el hechizo
la luz del día trajo tus ojos
ahora verdes,
y las sábanas blancas.
Me abrazaste
y, con tu hombro como almohada,
supe que quería eso para siempre.
Empecé a temblar,
estaba nerviosa,
consciente por primera vez de que había algo
frágil
que podría romperse con cualquier cambio
en la luz,
en el silencio de la pequeña habitación.
Tú empezaste a besarme la cara
como pequeñas gotas de lluvia
cayendo sobre el asfalto tibio
un atardecer de verano.
Supe, antes incluso de rozar tus labios,
que aquello era el hogar:
el lugar donde el corazón
quiere estar.
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