Como cuando, de pequeño, una ola te tragaba y no sabías qué era arena y qué cielo. Algo así como arrastrar los días, llevarlos enganchados a la ropa. Y por mucho que estires los brazos, no logras alcanzar el objetivo.
¿Sabes esa urgencia de llegar a un puerto, por si resultas demasiado tarde, y te quedas en la orilla, varado, seco, viendo alejarse tu barco?
Así se me está echando la vida encima. Estiro el brazo y toco la madera cálida que me salva del naufragio, pero hoy es uno de esos días a contracorriente, donde la marea hace que tengas que sacar fuerzas para agarrarte a la tabla, que se mece suavemente; y te mira con sus ojos profundos, te sonríe, te salva sin decir una palabra. Y sueltas el cemento, y abandonas la resistencia, y te aferras a la madera náufraga también. A saber cuánto tiempo lleva a la deriva. A saber cuánto tiempo llevas a la deriva. Y si apoyas la cabeza en su tibieza, de pronto da igual avistar tierra.
Y yo hoy tengo un día en el que necesito apoyar la cabeza. Y rozo la tabla con los dedos. Y me devuelve la mirada, está ahí. Me roza con los dedos. Quiero la vida del náufrago que encontró a qué agarrarse, y olvidó que buscaba la tierra, para vivir libre, entre el mar y el cielo.
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