Nada ha vuelto a ser igual.
Desde que estoy así de lejos. Así de envenenada.
Desde que "los-de-todos-los-días" dejaron de serlo; y no llegan ni a "los-de-cada-mes".
Es como si viese el equipaje de una vida quedarse atrás. Que no te queda de él más que el recuerdo del tacto del cuero viejo de la maleta, un papel, con suerte, con un sello y remitente al que no remitirás jamás.
Y comprar cosas nuevas, para una vida, en esas tiendas que hay en los hoteles y los aeropuertos, donde puedes agenciarte una cuchilla, un pack de ropa interior y un cepillo de dientes. Y ya sólo con eso vives, dignamente.
Amigos nuevos, que, intuyes, vienen también con fecha de caducidad; como todo. El truco está en esconderla bien, donde nadie pueda verla, y vivir con el riesgo de engullir un octubre cualquiera un yogurth en mal estado.
Me busco la fecha de caducidad, en los codos, en las plantas de los pies, en los párpados. Y nada.
Desde que perdiste por primera vez, te ha dado miedo volver a jugar.
Porque, tras el primer octubre, sabes que vivirás toda tu vida para perder lo ganado.