La pequeña criatura arrogante tenía por costumbre agarrar hasta asfixiar.
Como todo niño pequeño no controlaba su fuerza;
los pobres insectos que morían aplastados entre sus dedos
no eran más que graciosos accidentes a ojos de los despreocupados adultos.
La pequeña criatura arrogante pulverizaba demasiados bichitos
para ser una simple casualidad, simple frenesí infantil.
La pequeña criatura arrogante creía que el mundo era suyo.
Aplastaba todo cuanto le cabía en un puño,
y, de entre todas las cosas
(bichitos, hamsters, gatos...)
lo que más le hubiese gustado que le cupiera en el puño
era la enorme cabeza de los despreocupados adultos.
Por desgracia, por sus limitaciones físicas, el objetivo más ambicioso al que podía aspirar
eran las cabecitas de sus compañeros.
Cabecitas de bonitos rizos, o lacias trencitas.
La pequeña criatura arrogante fingía ser una pequeña criatura nada arrogante.
Esperaba el momento en el que su mano abarcase una cabecita despistada.
Pero ese momento no llegaba
y la criatura arrogante crispó sus puños,
gritó, lloró...
en definitiva, se humilló mostrando su patética naturaleza arrogante.
Muchos adultos despreocupados pensaron que se trataba de una simpática rabieta.
Algunos de los niños cuya cabeza, a ojos de la criatura arrogante, era puré de guisantes en potencia,
comprendieron la naturaleza de la rabieta.
Podrían haber urdido un maligno plan infantil, como el de la criatura arrogante, para eliminar a su agresor en potencia.
En vez de eso decidieron hacer algo infinitamente peor: dejaron que la criatura arrogante siguiese tal y como hasta ahora, que creciese solo para darse cuenta de lo miserable de su existencia y de lo pequeño que iba a ser su puño siempre en comparación con el resto del mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario