Un ejército de Lisístratas quebradas
de Casandras y Ofelias
Cada una con su historia bordada
en los jirones que han quedado
sobre sus cuerpos de trapo,
usados.
Legiones de mártires
posan sus manos
sobre el abismo
de sus cavidades torácicas,
pechos saqueados.
Las que se quedaron
no sueñan, no sueñan,
no respiran siquiera,
apenas se mueven.
Envidian a la mujer de Lot,
quisieran encontrar el valor
de volverse,
mirar desafiantes a los ojos de Dios,
y convertirse en estatua de sal.
Las que huyeron
arrastran al viento,
enredadas en el pelo,
pieza de puzles que no encajan.
Una nomenclatura agotada.
La ropa húmeda y pesada
del lodo negro, de los gritos
o silencios
de las ruedas de tortura infinitas y oscuras
de los ciclos de la luna
cuya miel es siempre amarga.
Todas tienen en común
una historia a trompicones,
la voz que les falta
para ponerle nombre
a sus años de tierra
sobre sus cuerpos aún tiernos.
Todas tienen en común
una historia bajo la piel
y fuego en su lengua silenciada,
un manual que no refleja
su viaje de ida y vuelta
por las dunas del desierto.
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