Pero no al género masculino concretamente; me refiero a la humanidad en general.
No entiendo cuando veo miedo en las miradas, cuando veo deseo o ternura. No comprendo si una caricia es una invitación a hotel o una declaración. Ni veo los límites del puente que cruza de un lado a otro de la laguna Estigia interior.
Dicen que los ojos son el espejo del alma. Da miedo pensar que, si el alma se refleja, nosotros mismos también. Y por eso sólo me veo a mí cuando miro, porque sólo sé juzgar con mi mente, con mi imagen.
Sé cuándo yo huiría, cuándo yo tengo miedo, cuándo yo me defraudo. Y como todos estamos hechos de sangre, válvulas y polvo de estrellas, supongo que no es difícil acertar. Pero es fácil equivocarse.
Es fácil retroceder pensando, sintiendo. "Está viendo lo estúpida que soy", "Se está asustando", "Me ve". Y nuestra propia imagen se aleja más de nosotros a medida que retrocedemos frente al espejo.
Por eso, a veces, sin que se pueda decir, necesitamos asegurar nuestra imagen, como si tomásemos una fotografía para evitar la sombra maleable que proyecta el cristal, para ser siempre. Buenos, guapos, listos.
Quizás necesitamos que nos juren eternidad, que nos besen los párpados o cualquier otra señal de confianza que diga "Yo quiero estar contigo, porque no eres una persona tan horrible".
Necesitamos un clavo ardiendo, para marcar nuestra piel.
Necesitamos que alguien, mientras estamos desnudos, enredados entre las sábanas, nos quiera fotografiar. Nos diga que no olvidará nuestra historia, quiénes somos.