Cuando yo miraba, solo veía ese dolor, que lo cubría todo. Ese pasado que gritaba tan fuerte que no se podía apenas escuchar el presente (ni hablar entonces del futuro). Solo veía que tras las paredes de piedra, las barricadas, había un soldado asustado, temiendo por su vida; queriendo morir cuanto antes, porque, después de matar a otro hombre, es imposible volver a casa y sonreír, y vivir, y hacer como si nada. Hay una brecha. Para eso son las cicatrices; para recordarte que, tras la herida, no se puede volver a ser igual. Que lo que se pierde, nunca se encuentra; aunque vuelva.
Y supongo que en ese dolor, silencioso y desesperado, me vi también a mí. Con mis fracasos a rastras. Y mi miedo a no ser capaz de amar, y mis mil errores, y mis aciertos fallidos. Porque éramos ese antítesis, yo, siempre exenta de culpa, y siempre culpable. Y él, siempre acusado, y... bueno, ya sabemos cómo son estas cosas. Que la presunción de inocencia nunca se estiló en su vida. Mis manos manchadas de sangre ajena, y las suyas de la propia. Y los dos teníamos pesadillas por las noches. Y ese dolor al tocar.
Ese miedo a tener cualquier cosa, por la puta sensación de no merecer nada, o de no ser capaz de corresponder, de mantener algo bueno. Yo qué sé.
La cuestión es que fue ese dolor, que tanto atrae a ciertas personas, como el fuego a las polillas, que me abrasó. Y las polillas, que realmente nunca han sido quemadas, no podían ni imaginar las cicatrices de este fuego: marcas bajo la piel, un grito constante saliendo del pecho. El dolor. Como una piedra hundiéndose en el agua; atada a tus tobillos. Y fue por ese dolor que me quemó, como solo lo hacen los espejos, que bajé a buscarlo. A cantar en el infierno. Pagar un viaje sin la esperanza del billete de vuelta. Para cauterizar la herida, para lavar una cara manchada y prometer que el mundo tiene, a la fuerza, que ser mejor que todo esto.
Porque desde un principio se trató de no esperar nada a cambio, se trató de un peregrinaje sin final feliz. No había cura para las heridas que ya cerraron, aunque sigan sangrando; no había un objetivo o un logro. No iba a haber más que los viejos recuerdos, los mismos cadáveres, los errores cometidos. Se trató siempre del viaje, y no del destino.
Por eso no hay héroes en las cicatrices, sino en el silencio y hasta el desprecio. Mártires.
Y en las guerras nunca hay finales felices, porque, se viva o se muera, no se recupera aquello por lo que se luchaba; y la vida se pierde igual.
Cuando yo miraba, solo veía esos reveses que da la vida, que no se pueden curar, porque llegaron, se comieron los deseos, y se fueron.
Solo veía que no te pueden borrar las decepciones y la soledad pasada.
Pero es que nunca se trató de luchar contra fantasmas, sino de vivir felices, a pesar de ellos.
Ser feliz es la mayor victoria
y no sobre nada ni nadie,
sino para con uno mismo.