jueves, 3 de julio de 2008
Dance Macabre
Un nuevo anochecer.
He de admitir que me gustaba esta luz, dorada, cálida. Que nada tenía que envidiarle a las plomizas nubes de tormenta o a los cielos de verano.
Solía mirar más allá del último tejado que osaba asomar en la lejanía; más allá de las montañas, difuminadas por la distancia, que dormía a mitad de camino, esperando reemprender el viaje al ritmo que la ciudad iba devorando guijarros.
El firmamento se abre, se expande y cae lentamente, a mi alrededor, encerrándome en una campana de inmensidad; encerrada en el mundo entero.
Y tú -y otros varios millones de personas- encerrados conmigo.
Entonces sentía que todo estaba controlado en su orden caótico, que no podíamos escapar del abismo de anocheceres, que lejos nunca era un impedimento y tus ojos a veces también se alzaban, queriendo subir a la estrella más brillante. Que éramos todos humanos, que éramos iguales... y que las barreras desaparecían un poco.
Luego llegaba la noche, llegaba el frío y las luces de las farolas me guiñaban un ojo, no queriendo dormir solas un día más.
Maldecía a todas las estrellas que tiritaban en lo alto, ajenas a cualquiera de mis lágrimas o gritos.
No podían verme, no podían escuchar, ni mis reproches, ni mis oraciones.
Tú te asemejabas a ellas, y por eso me enfadaba si me seguían hasta casa mudas, con la mirada.
***
Las velas consumidas, los jirones que en tiempos mejores fueron cortinas, sillas carcomidas y cristales rotos.
La fiesta sin comienzo.
La fiesta sin fin.
Empiezan a vibrar los acordes de un piano. Se agitan exaltadas las telarañas.
Se desperezan los invitados.
Reviven bajo la llama de una luna, inmensa.
Despierta el cortejo, primeros pasos del baile.
El polvo se retuerce en su asiento, incómodo.
Llega la tormenta, más hermosa que nadie.
Con su vestido púrpura, con retazos de nubes, dejando lluvia a su paso.
Suena el histérico violín. Tambores.
Se desborda el cielo, vertiéndose por las ventanas, hasta el centro de la mansión.
La mansión abandonada. Se inunda.
Cesa la música.
Todos callan.
Tormenta besa en los labios al tiempo, guiña un ojo a la muerte y se aleja en su carroza de viento.
Silencio recoge los restos del baile, llevándose los cadáveres con él.
Oscuridad se cuela por una rendija del suelo y campa a sus anchas entre los espejos rotos y los retratos polvorientos, que observan desde lo alto, a la espera de una nueva invitación a la fiesta.
Se hunde de nuevo el barco del puerto de Barcelona, llevándose las luces de los faroles a las profundidades de un mar negro, espeso.
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De cuando la libélula observa su rostro en las aguas,
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