La bondad era algo relativo.
A veces la bondad eran trampas de doble filo.
Granadas, la fruta que nos ató al infierno.
Quería ayudar porque ya estaba en el suelo,
pero me habría reconfortado ser aquella sobre todas las cabezas.
Fueron solo tres granos de granada
para convertirse la reina del inframundo;
un precio muy alto
o muy bajo,
según se mire.
Todo es siempre algo relativo.
Las palabras, los sentimientos...
La única certeza es que estamos todos rotos
y todos daríamos cualquier cosa por levantarnos.
Pero lo demás es relativo,
cualquier cosa no es siempre lo mismo.
La bondad es relativa,
la maldad es relativa.
Todos hemos estado heridos.
Agresores y agredidos.
¿Cómo íbamos a aprender a parar?
Y sin embargo aquí estamos,
algunos quietos y otros en movimiento.
El progreso es relativo,
la victoria es relativa,
la derrota es absoluta
pero sus sentimientos y consecuencias:
relativos.
Quizás no seamos buenos siempre,
puros siempre,
nobles siempre...
Quizás a veces daríamos cualquier cosa
porque fuesen otros los que están
siempre abajo.
Pero, en esas circunstancias, lo único que nos hace humanos
(absolutos)
es la capacidad de sacrificarnos,
la bondad,
aunque relativa.
Dar algo por alguien
que quizás lo merece
o quizás no.
Dar algo por alguien
que quizás te hunda
más y más.
Y, al mismo tiempo,
te permita levantar la cabeza
para tomar aire
un nuevo día.
El silencio,
el tiempo de saber quién eres
qué has hecho
cuántas veces has dado
más de lo que podías,
querías,
debías.
Eso,
eso es absoluto.
miércoles, 27 de agosto de 2014
lunes, 25 de agosto de 2014
Aware
Había amanecido,
y en lugar de romper el hechizo
la luz del día trajo tus ojos
ahora verdes,
y las sábanas blancas.
Me abrazaste
y, con tu hombro como almohada,
supe que quería eso para siempre.
Empecé a temblar,
estaba nerviosa,
consciente por primera vez de que había algo
frágil
que podría romperse con cualquier cambio
en la luz,
en el silencio de la pequeña habitación.
Tú empezaste a besarme la cara
como pequeñas gotas de lluvia
cayendo sobre el asfalto tibio
un atardecer de verano.
Supe, antes incluso de rozar tus labios,
que aquello era el hogar:
el lugar donde el corazón
quiere estar.
y en lugar de romper el hechizo
la luz del día trajo tus ojos
ahora verdes,
y las sábanas blancas.
Me abrazaste
y, con tu hombro como almohada,
supe que quería eso para siempre.
Empecé a temblar,
estaba nerviosa,
consciente por primera vez de que había algo
frágil
que podría romperse con cualquier cambio
en la luz,
en el silencio de la pequeña habitación.
Tú empezaste a besarme la cara
como pequeñas gotas de lluvia
cayendo sobre el asfalto tibio
un atardecer de verano.
Supe, antes incluso de rozar tus labios,
que aquello era el hogar:
el lugar donde el corazón
quiere estar.
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De cuando la libélula observa su rostro en las aguas
sábado, 23 de agosto de 2014
No need of heaven
Después del fuego siempre quedaban solo el humo y las cenizas
que caían perezosas como si fuesen nieve.
Nos refugiábamos en cualquier lugar,
juntos, sucios y tosiendo.
Nos abrazábamos
viendo nevar los restos de aquel paraíso
que acabábamos de volar.
Aún teníamos tú la mecha y yo el mechero.
Y entonces, a través del humo,
en mitad de ese mundo de oscuridad
y brasas,
empezábamos a reír
o nos quedábamos dormidos,
el uno sujetando al otro,
o nos besábamos
hasta que dejaba de nevar.
Teníamos esas manos y esa voz,
quizás la maldición.
Cada vez que pisábamos la tierra prometida
las briznas de verde y fresca hierba
a nuestro alrededor
comenzaban a arder,
como cientos de velitas de cumpleaños
esperando extinguirse
llevándose nuestros deseos.
No estábamos hechos para el paraíso.
Por más que corríamos y corríamos,
no llegábamos a aquellos prados verdes y tranquilos,
donde descansaban los mansos.
Con el pelo de fuego,
el pecho de fuego,
los ojos de fuego,
la lengua de fuego...
No estábamos hechos para aquel lugar
que prometía ser el hogar
donde descansar.
Y, sin embargo, reíamos entre los jirones de humo,
dormíamos entre los escombros,
amábamos sobre y bajo las cenizas.
Porque no estábamos hechos para el cielo,
estábamos hechos para nuestro pequeño mundo,
para nuestros días de caos,
nuestros días sábanas,
nuestros besos
y nuestras manos,
buscándonos.
No necesitábamos el cielo
si nos teníamos a nosotros.
No había nada más que encontrar,
nada más que cuidar.
Vivíamos del humo de incendios ajenos,
de la lluvia,
de la nieve de nuestras vidas pasadas,
del oxígeno que nos daba el otro.
Y de eso hace un año.
Ya deberíamos haber dejado de buscar
las puertas del cielo
porque no se puede encontrar el lugar
al que ya has llegado.
que caían perezosas como si fuesen nieve.
Nos refugiábamos en cualquier lugar,
juntos, sucios y tosiendo.
Nos abrazábamos
viendo nevar los restos de aquel paraíso
que acabábamos de volar.
Aún teníamos tú la mecha y yo el mechero.
Y entonces, a través del humo,
en mitad de ese mundo de oscuridad
y brasas,
empezábamos a reír
o nos quedábamos dormidos,
el uno sujetando al otro,
o nos besábamos
hasta que dejaba de nevar.
Teníamos esas manos y esa voz,
quizás la maldición.
Cada vez que pisábamos la tierra prometida
las briznas de verde y fresca hierba
a nuestro alrededor
comenzaban a arder,
como cientos de velitas de cumpleaños
esperando extinguirse
llevándose nuestros deseos.
No estábamos hechos para el paraíso.
Por más que corríamos y corríamos,
no llegábamos a aquellos prados verdes y tranquilos,
donde descansaban los mansos.
Con el pelo de fuego,
el pecho de fuego,
los ojos de fuego,
la lengua de fuego...
No estábamos hechos para aquel lugar
que prometía ser el hogar
donde descansar.
Y, sin embargo, reíamos entre los jirones de humo,
dormíamos entre los escombros,
amábamos sobre y bajo las cenizas.
Porque no estábamos hechos para el cielo,
estábamos hechos para nuestro pequeño mundo,
para nuestros días de caos,
nuestros días sábanas,
nuestros besos
y nuestras manos,
buscándonos.
No necesitábamos el cielo
si nos teníamos a nosotros.
No había nada más que encontrar,
nada más que cuidar.
Vivíamos del humo de incendios ajenos,
de la lluvia,
de la nieve de nuestras vidas pasadas,
del oxígeno que nos daba el otro.
Y de eso hace un año.
Ya deberíamos haber dejado de buscar
las puertas del cielo
porque no se puede encontrar el lugar
al que ya has llegado.
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De cuando la libélula observa su rostro en las aguas
viernes, 22 de agosto de 2014
impuestos
Dejó que el agua le cayera sobre la espalda. El vapor generado por el calor hacía que fuese difícil respirar. Era como intentar beber por los pulmones; el oxígeno se colaba en delgadas aspiraciones. Ahí, sentada, se sentía como una bola de papel arrugada y húmeda en un cuarto de baño público. Los pliegues de su cuerpo, uno sobre otro, parecían derretirse cada vez más y más. El agua le entraba, caliente, en uno de los oídos. El mundo se había convertido en vapor, el sonido de la electricidad estática y su piel rota y floja.
Decían que en el eco del ruido blanco resonaba aún el ruido de la gran explosión. Supuso que era justo acabar como se empezó. Ella hubiese preferido el sonido del sol en otoño, pero el ruido blanco seguía siendo una opción mejor que el silencio del fondo del océano.
Decían que en el eco del ruido blanco resonaba aún el ruido de la gran explosión. Supuso que era justo acabar como se empezó. Ella hubiese preferido el sonido del sol en otoño, pero el ruido blanco seguía siendo una opción mejor que el silencio del fondo del océano.
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More than Fairy Tales
sombras y ceniza
Supongo que lo peor que tiene la vida es eso de no poder borrar el pasado.
No siempre el corazón gana a la cabeza.
La memoria es fuerte en su afán de recrear, una y otra vez, los errores pretéritos.
Tengo esa madre, que sé que lo intentó,
y ahora es la desconocida que debo ser yo para ella.
Tengo esa sensación,
como un alfiler clavado en la nuca,
de que las historias se rompen
como rompe solo el tiempo
un jarrón antiguo,
semienterrado bajo la arena
y el sol.
Nunca se me dio bien ser fuerte y mirar adelante,
con tantas cosas a la espalda.
Nunca se me dio bien dejar marchar,
y siempre experta en echar a patadas.
No es que no quiera hacerlo mejor,
es que no puedo.
Tengo en el pecho diez perros rabiosos,
que ladran cuando se acerca
el dueño de una de mis maletas.
Siento hacer llorar a la gente que quiero.
siento bastante menos cada vez.
No se puede borrar el pasado,
y ese es el problema.
Lo que sabemos, lo que vivimos, queda ahí,
incrustado.
Alfileres clavados,
perros ladrando.
Ya no soy dueña de lo encontrado.
Siento las zanjas, los caimanes y las barricadas.
No los puse yo, vinieron cuando no estaba mirando.
Y no se van a ir.
Porque no se puede olvidar lo recordado.
No se puede perder lo encontrado,
por mucho que yo ya no sea, nunca más,
la niña a quien hicieron daño.
Sus restos alimentaron a estos perros,
no me hacen caso,
ladran por ella.
No siempre el corazón gana a la cabeza.
La memoria es fuerte en su afán de recrear, una y otra vez, los errores pretéritos.
Tengo esa madre, que sé que lo intentó,
y ahora es la desconocida que debo ser yo para ella.
Tengo esa sensación,
como un alfiler clavado en la nuca,
de que las historias se rompen
como rompe solo el tiempo
un jarrón antiguo,
semienterrado bajo la arena
y el sol.
Nunca se me dio bien ser fuerte y mirar adelante,
con tantas cosas a la espalda.
Nunca se me dio bien dejar marchar,
y siempre experta en echar a patadas.
No es que no quiera hacerlo mejor,
es que no puedo.
Tengo en el pecho diez perros rabiosos,
que ladran cuando se acerca
el dueño de una de mis maletas.
Siento hacer llorar a la gente que quiero.
siento bastante menos cada vez.
No se puede borrar el pasado,
y ese es el problema.
Lo que sabemos, lo que vivimos, queda ahí,
incrustado.
Alfileres clavados,
perros ladrando.
Ya no soy dueña de lo encontrado.
Siento las zanjas, los caimanes y las barricadas.
No los puse yo, vinieron cuando no estaba mirando.
Y no se van a ir.
Porque no se puede olvidar lo recordado.
No se puede perder lo encontrado,
por mucho que yo ya no sea, nunca más,
la niña a quien hicieron daño.
Sus restos alimentaron a estos perros,
no me hacen caso,
ladran por ella.
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De cuando la libélula observa su rostro en las aguas
sábado, 2 de agosto de 2014
Almas
Las ocho de la mañana,
la hora que nunca debió ser.
Las ausencias se dan en el frío blanco
de una mañana de verano que se ha cansado de ser
y ahora quiere sentir
otoño.
Teníamos mil planes y mil sueños antes de romper nuestros cristales.
Siempre pensamos que una porción de tierra y de cielo
nos correspondía por derecho.
Pero las ausencias se dan en el frío blanco.
Y una vez has pecado, manchado,
sabes todo sobre lo poco que vale
la pureza de lo inmaculado.
Los trucos de la sangre,
para empujar y hacerse paso.
Las salpicaduras como un camino
de húmedas y rojas
migas de pan.
Rasgamos nuestro mundo,
pensando que merecíamos algo mejor
de lo que habíamos hecho.
Y probablemente,
en estos momentos del día
se haga dolorosamente palpable
aquello de que nada es verdad
más que los errores de uno
repitiéndose una y otra y otra vez,
en un millón de almas,
que mueren de frío
a las ocho de la mañana.
la hora que nunca debió ser.
Las ausencias se dan en el frío blanco
de una mañana de verano que se ha cansado de ser
y ahora quiere sentir
otoño.
Teníamos mil planes y mil sueños antes de romper nuestros cristales.
Siempre pensamos que una porción de tierra y de cielo
nos correspondía por derecho.
Pero las ausencias se dan en el frío blanco.
Y una vez has pecado, manchado,
sabes todo sobre lo poco que vale
la pureza de lo inmaculado.
Los trucos de la sangre,
para empujar y hacerse paso.
Las salpicaduras como un camino
de húmedas y rojas
migas de pan.
Rasgamos nuestro mundo,
pensando que merecíamos algo mejor
de lo que habíamos hecho.
Y probablemente,
en estos momentos del día
se haga dolorosamente palpable
aquello de que nada es verdad
más que los errores de uno
repitiéndose una y otra y otra vez,
en un millón de almas,
que mueren de frío
a las ocho de la mañana.
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De cuando la libélula observa su rostro en las aguas
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