Las ocho de la mañana,
la hora que nunca debió ser.
Las ausencias se dan en el frío blanco
de una mañana de verano que se ha cansado de ser
y ahora quiere sentir
otoño.
Teníamos mil planes y mil sueños antes de romper nuestros cristales.
Siempre pensamos que una porción de tierra y de cielo
nos correspondía por derecho.
Pero las ausencias se dan en el frío blanco.
Y una vez has pecado, manchado,
sabes todo sobre lo poco que vale
la pureza de lo inmaculado.
Los trucos de la sangre,
para empujar y hacerse paso.
Las salpicaduras como un camino
de húmedas y rojas
migas de pan.
Rasgamos nuestro mundo,
pensando que merecíamos algo mejor
de lo que habíamos hecho.
Y probablemente,
en estos momentos del día
se haga dolorosamente palpable
aquello de que nada es verdad
más que los errores de uno
repitiéndose una y otra y otra vez,
en un millón de almas,
que mueren de frío
a las ocho de la mañana.
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