Mi indignación no conocía límites.
Ante mí se desplegaba el amplio abanico de posibilidades de quien, en la más absoluta demencia adolescente, reconociéndose dentro de ella para obviar que ha caído en sus zarpas, como un auténtico loco o, por el contrario, dejar aflorar su auténtica naturaleza sin dar explicación alguna, y con ello demostrar que uno ha perdido su cabeza más allá de la edad.
Oh sí. Me encantaba estar loca. Me encantaba atribuir despreocupadamente esa demencia a la edad; y me encantaba alimentar mis delirios de grandeza, otorgándome dones fantásticos y desconocidos que, al pasar desapercibidos, nadie podía siquiera imaginar.
Así las tardes de verano era un cerebro en funcionamiento bélico, era una inteligencia cautiva, era un verbo mordaz; belleza prisionera dentro del delirio.
Era una estúpida sonriente, el mejor tipo de estúpidos. Porque sólo yo sabía que, tras los labios levemente fruncidos en señal de satisfacción, se encontraba La Soberbia Yo.
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