domingo, 12 de julio de 2009



El viento, como movido por el batir de las alas del cielo, sopla.

Recogió sus libros.
El cielo gris auguraba lluvias para el camino, y tras las nubes la luz del sol se proyectaba de manera que parecía que la ciudad estuviese sumergida bajo el agua.
En la playa la niebla ascendía, desde el mar hasta los últimos barcos del embarcadero.

El suelo estaba húmedo, los muros exhalaban calor. 
Y casi podían escucharse los latidos de los habitantes tras las puertas de las viviendas y talleres.
Mientras dejaba atrás la plaza mayor imaginó que había una mujer que lo amaba y corría en su busca para suplicarle que permaneciese a su lado; imaginó un hermano caminando a su lado...
En lugar de eso se escucharon los postigos de las ventanas cerrándose a su lado.

Cuando llegó al acantilado el cielo era de un dorado sobrecogedor.
Se aproximó al borde y recreó su imagen cayendo en vertiginosa carrera hacia el mar, con el viento cortando su silueta, el aroma del mar tatuándole el olor a salitre en la piel.
Cogió una piedra. La lanzó.
Y, con una sonrisa entre melancólica y risueña se dejó engullir por la tierra que se abría bajo sus pies, devolviéndolo a su hogar.

2 comentarios:

Joseba dijo...

Al fin y al cabo, si tienes un hogar al que volver, ya es motivo para no lanzarse

Anónimo dijo...

Esa pasión descriptiva dibuja un escenario casi suicida bajo esos fríos silencios en la madrugada.

Aunque el amor es solo un químico, cuanta falta le hace al alma no tener sus dosis de locura y nostalgia, mientras nos engulle el olvido.

Un abrazo!!

Ángel ^^