miércoles, 12 de agosto de 2009

Destroy


Aquel domingo por la mañana -sí, en japón, en ocasiones se llegaba a trabajar en domingo- el señor Ueda ordenó sus bolígrafos, apiló sus informes de contabilidad sobre productos cuyo nombre sólo sería capaz de inventar y pronunciar un japonés, y apagó su ordenador último modelo importado desde el mismo corazón de Tokyo hasta, un poco más allá, el alto edificio de oficinas monopolizado por la empresa a la que había vendido su alma, su casa, su matrimonio e incluso a la pequeña Satoko.
Tras su alarde de pulcritud nipona el señor Ueda sacó de su cartera un pequeño frasco que había adquirido de camino a su jornada laboral.
Vertió el combustible sobre su mesa, sobre el señor Yamamoto, sobre la señorita Kata y sobre mesas, plantas de plástico y papeleras.
En su cabeza sólo vibraban los acordes de cientos de números registrando el valor y la pérdida de él. Cuánto costaba la gasolina, cuánto la mesa. Cuánto la computadora del señor Komatsu si se hallaba rociada en aquel líquido graso. Cuánto devaluaría el edificio siendo ceniza y cuánto le costaría a la empresa la pérdida del personal que, en aquellos momentos, o bien le observaba atónito o bien recogía, en silencio, sus cosas, con la imperturbable expresión que, en Japón, podía llegar a significar desde "Quiero mantener relaciones contigo" hasta "No me toques. porque llevo un spray de pimienta en el bolso"; pero no, en este caso llegaba a significar, en la mayoría de los rostros un: Gracias a Dios que el chalado este nos va a librar de un día monótono más consagrado a la única deidad que debemos venerar.

Tras prender toda la planta 5ª de su edificio de trabajo, y calcular para su satisfacción las pérdidas totales de su empresa, el señor Ueda se dirigió a consumar su plan.

Una vez frente a la puerta del tercer retrete del aseo de señores de la planta cuarta -la quinta se encontraba en plena transmutación "material de oficina-cenizas"-, el señor Ueda abrió la ventana que se hallaba a su izquierda.
A lo lejos, entre el bullicio de la ciudad, no podía saber si se acercaba algún camión de bomberos o si se trataba de un atraco dos manzanas más allá.

***

Cuando lo encontraron, un piso más abajo que al resto de cadáveres pertenecientes, por supuesto, a la empresa, aún podían leerse en la sangre de su cabeza, esparcida por todo el compartimento, los números y cálculos de cada arremetida contra el retrete con el que había destrozado primero su cráneo y, posteriormente, su cerebro.


3 comentarios:

Dilealarabia dijo...

Aiii omá...que te gusta una pulcritud, una muerte anunciada y un japones ensagrentando...

Bah, así es como te queremos^^

Joseba dijo...

Quizas no soporta ese sometimiento y dedicación frenética al trabajo pulcro de los nipones (o de quien sea) y ha plasmado el deseo de romper con todo ello de esa manera tan violenta característica suya. (Podía comentar sobre nuestros comentarios... xD)

nunca contentos dijo...

"[...] aún podían leerse en la sangre de su cabeza, esparcida por todo el compartimento, los números y cálculos de cada arremetida [...]"

Me gusta la idea de poder leer en la sangre.

Y también me gusta poder dejar volar la imaginación y convertirme en el Sr. Ueda... Calcular las pérdidas de mi mesa devorada por las llamas... ;->