sábado, 13 de marzo de 2010

El pastor de lobos. El sueño de Aracne.

Sus enormes ojos negros, hambrientos, la miraban con descaro y violencia. Desde la ventana parecía acecharla, a punto de saltar sobre ella y devorarla.
- Ven conmigo -jadeó, dejando escapar densas volutas de vapor de entre sus labios.
Aracne retrocedió un paso ante la perspectiva de un lobo salvaje arañando sus entrañas. El pelo negro y revuelto del joven se agitó mientras ponía los pies en el suelo, dentro de su dormitorio, sin ser invitado ni bienvenido.
- Si no cierras la ventana ambos moriremos congelados -susurró ella como única respuesta. Le hubiese gustado decir que debería cerrar la ventana tras de sí, pero se contentaba con no temblar en presencia de su depredador.
El pastor de lobos la observó con una mirada inquisitiva, no parecía ser una de esas personas que repiten sus proposiciones más de dos veces.
- No iré contigo -sentenció intentando mantener la poca compostura que aún conservaba- Ni siquiera sé tu nombre...
- Eryo.
Aracne se mordió el labio inferior, cruzó la habitación de dos zancadas, abrió la ventana y la volvió a cerrar, inquieta.
- Yo no soy ninguna de tus amigas, vete -dijo abriendo de nuevo las ventanas.
Eryo permaneció en su sitio, observándola sin pronunciar palabra. Parecía estar esperando que continuase hablando.
Aracne apenas pudo resistir la presión durante unos segundos que se le antojaron interminables.
- No tengo dinero, y sin embargo sí una familia que espera de mí algo mejor que entregarme a un ser sin corazón como tú...
Eryo sopesó sus palabras mientras cambiaba el peso de una pierna a otra.
- Yo podría enseñarte cosas...
Aracne alzó una ceja.
- Sí, puedo hacerme una idea del tipo de cosas que tienes que ofrecer.
- No soy un criminal, no fuerzo a nadie. Vine a proponerte mi oferta, pero veo que el orgullo puede más que todo el calor que guardas entre las piernas -rió entre dientes buceando en sus ojos-. Buenas noches.
Aracne abofeteó con fuerza la mejilla del pastor de lobos. Antes de que pudiese desaparecer el cosquilleo que le recorría toda la palma de la mano, Eryo había desaparecido, de la misma forma en la que había llegado, dejando en el aire suspendido su aroma a hierbabuena y lluvia, y su sonrisa altiva gravada en sus pupilas.


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