Había algo de guerrero en él. De luchador.
Quizás era porque miraba a la vida como si fuese siempre la última vez; o quizás era aquel destino que pendía, oscuro, sobre su cabeza. De cualquier modo, había algo de guerrero, de los guerreros legendarios, en él. Todos podían verlo, algunos con admiración, otros con temor de ser arrastrados por aquel fatal sino.
Por las noches, el guerrero, miraba al cielo, como lo hubiese hecho un pastor, pero de un modo completamente distinto. Alzaba la vista a las nubes, en vez de a las estrellas, y evocaba el futuro en lugar del pasado.
Porque el guerrero no era un viajero. Y el final del camino se escribiría con mano temblorosa cada vez que se desenfundase el arma.
Y el guerrero, cuando soñaba, no lo hacía con otra cosa que no fuese una coraza, llena de cortes y hendiduras, tirada a un lado del camino, porque la vida y la muerte llegaban a ser una misma cosa: la libertad.
Había algo de guerrero en él. Pero no era uno de esos guerreros de acero y escudo. Eran sus ojos los que hacían de él El Guerrero; sus ojos, como una coraza que no caería al suelo hasta cumplir con su misión, para después vivir o morir, que no eran cosas tan distintas al fin y al cabo.
1 comentario:
El Guardián entre el Centeno está en mi lista de libros por leer.
Besos de neón
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