jueves, 19 de septiembre de 2013

Perenne

A veces el pasado da un paso adelante, y se acerca lo suficiente como para extender los dedos y rozarte un hombro. Y tú cierras los ojos. Te gustaría borrarlo todo, solo para que dejasen de doler los agujeros que el conocimiento hizo en nuestra inocencia.
Para quitarnos la venda de claridad que nuestros crímenes nos pusieron sobre los ojos. Para dejar de ahogarnos con la sangre de las heridas que no pueden curar, porque nos las hicieron con realidades siempre vigentes.
Es como renegar de un padre: seguiremos siendo su fruto aunque no volvamos a hablar de él, aunque lo neguemos cada día... Al cerrar los ojos, por la noche, nuestra piel, nuestros ojos, nuestros labios, serán la descendencia de ese pasado. De nuestros crímenes de guerra y de las veces que nosotros fuimos los asesinados, crucificados.
Hay que vivir con ello. No hay otra manera. Solo aceptarlo e intentar hacerlo mejor.
Porque si dejas que duela, si miras mucho atrás... sentirás esa urgencia de repararlo; esa impotencia y dolor de ser lo que eres... Y quedarás atrapado en un limbo: sin poder avanzar y sin poder volver a reparar los errores.

El pasado es el árbol perenne que siempre nos mira a ese lado de la carretera. No se va a ir, él no va a cambiar. Depende de nosotros cómo queremos verlo, si dejamos que nos duela y nos derrote o lo aceptamos.
Si seguimos adelante, siendo mejores, siempre podremos tapar sus ramas con otras, más verdes.


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