Eran
blancas y asomaban entre todas las cosas luciendo ese color inmaculado.
Erguidas, en su tallo con espinas, se mecían al sol de primavera. Pero como
todo lo que se erige sobre otros colores y alturas, debían recibir un castigo.
La
pequeña reina de corazones, con su pecho hueco y seco, con su vientre de
alambre, mandó las rosas pintar, por tapar ese limpio color que no tenía
mancha.
Regó
con la sangre de sus vasallos el blanco de las rosas. Se volvieron rojas. No
fue suficiente, no dejaron de ser rosas.
Las
aplastó, se hirió los pies, pero se sintió mejor.
El
espejo la volvía a señalar como la más bella del cuento. Nada en su jardín
osaba superar la altura de su mandíbula. Todos vivían a esa sombra y andaban de
rodillas.
Las
rosas se hicieron fango, gusanos, tuvieron diez vidas, y volvieron la siguiente
primavera.
El
espejo vuelve a girarle la cara a la reina. Se agrieta la pintura de su cara.
Se cae la corona, se rasga la ropa. Debajo, cicatrices de las espinas y un ser monstruoso.
Vuelve
la primavera, ella aúlla: “las rosas hay que pintar”. Pero nadie responde. Los súbditos, en silencio, esconden sus manos.
Las
rosas blancas asoman, de nuevo, sonríen. Son viejos conocidos.
La
reina, llena de cólera, grita y golpea, abandona el castillo.
En
mitad de la noche aún se puede ver el blanco de los pétalos, de la reina, una
sombra. Va a pintar las rosas de nuevo, pero, esta vez, uñas como espinas rasgan la
piel y la carne.
Amanecen
rosas blancas. Todos los súbditos del reino lloran, con las manos pintadas
carmesí, el color favorito de la desaparecida y difunta reina, a la que honran.
Todos tienen el estómago un poco más lleno. Asoman sonrisas reprimidas. Todos se han pintado los labios de rojo, como la reina, precisamente con la reina.
Por suerte las rosas solo son rosas,
y no viven bajo ningún reinado,
ni cometen crímenes atroces.
Por suerte las rosas no envidian ningún color
ni tienen ese odio y frustración
de quien se pinta una cara
para ocultar al monstruo.
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