El niño hace música,
el niño escribe,
el niño juega
y, sobre todo,
el niño ríe.
A veces el niño se sienta en la ventana
a ver la gente pasar.
Entonces no habla,
y parece que ha envejecido cien años
y ya es de esos adultos de piedra.
Pero siempre baja,
y cuando lo hace,
el niño vuelve a ser un niño
y su piedra no está golpeada por cien martillos.
Y es que a veces el niño se encuentra al diablo.
No es que el primero se haya perdido,
es que el segundo lo estaba buscando.
Y entonces se lo lleva.
Bajan juntos trescientos peldaños.
Se apagan las luces
y solo se escuchan gritos en la oscuridad.
Y yo voy detrás, a buscarlo,
pero tengo más miedo que él.
Me echo a llorar en mitad de su noche.
Me siento inútil. Me callo.
Intento parar el llanto.
Al final siempre es el niño el que coge mi mano.
El diablo no está.
Y subimos, escalón a escalón,
de vuelta a la luz.
El niño, que parece un adulto,
baja de la ventana.
Y se queda conmigo, me abraza.
Sonríe y me habla.
Hoy el niño ha bajado de la ventana,
y no ha hablado.
Quizás ya sabe,
que yo soy el diablo.
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