No necesitábamos a nadie,
hasta tal punto,
que nos sobrábamos a nosotros mismos.
Decíamos que nos comeríamos el mundo
cuando, en realidad, queríamos decir
que ojalá nos tragase, de una vez,
el mar y sus abismos.
Alguien a quien amar
siempre sería una debilidad.
Decíamos que lastre en el camino.
Abríamos mucho la boca,
gritábamos al cielo
y llorábamos a la ventana
siempre blanca
junto a nuestra cama helada.
Jurábamos que se dormía bien solos,
pero yo te he buscado en cada esquina
de mil camas.
Así que supongo que,
en nuestra carrera hacia el precipicio,
chocamos
y sangramos.
Caímos heridos al suelo y ahí abajo
nos fuimos curando,
nos lamimos las heridas
el uno al otro.
Y nos quedamos sentados, hablando.
Chocamos y sangramos,
y nos dolió el golpe del otro
siempre más que el propio.
Nos abrazamos
en ese momento
en el que nuestras piernas
temblaban demasiado
como para seguir luchando.
Íbamos en llamas hacia nuestro viaje final,
creíamos saberlo todo de la vida
y quienes la habitan.
Pero en el descenso a los infiernos,
nos encontramos.
Íbamos a acabar con todo,
y entonces tú dormiste conmigo.
Y se me despertó la vida.
Y ahora tú eres mi hogar
y mi motivo.
Eres la magia en la que ya no creía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario