martes, 1 de diciembre de 2009

Agua.



Enciendo el grifo y me convierto en un cadáver varado.
El vapor se desprende de mi cuerpo como la piel muerta de la serpiente.
Asciende. Va al cielo, lo sé.
Espero viendo mi cuerpo bajo el agua. Casi parece hasta hermoso.
Espero a que el agua suspendida en el espacio y tiempo llene cada partícula de mi ser, de la sala.
Hasta que se forme una nube de ésas que anegan los pulmones.
Hasta que no respire más que agua. A mí misma.
Y sienta que me falta el aire. Hasta que la sensación de asfixia de mi cerebro me provoque el placentero orgasmo del ahogado.

Espero, porque, cuando llega ese momento. Cuando sientes que estás echa de vapor de agua, cuando tu esencia se ha volatilizado y contiene el aliento en torno a ti; entonces es cuando es imposible llorar, porque no saldrán lágrimas de tus ojos.
Eres agua.
Y el agua fluye, vuela, grita, canta.
El agua nunca falla.

Cierras los ojos.
Hace tanto calor que te vas a desmayar.
Sonríes. Ya no puedes verte. Ya no puedes pensar.
Ni en errores, ni en fracasos.
Tu mayor acierto, tu nueva vida, comienza ahora.
Corpúsculos de hidrógeno suspendidos en una invisible telaraña.

Eres agua.
La de la lluvia de tormentas. La de la nieve de un domingo.
La del océano enfadado y los charcos en los que nunca te dejaron saltar.

El grifo, sobre mi piel, casi quema.
Pienso que no puede haber más bella cicatriz que la dejada por el agua.
Quema, pero sólo casi...

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