Aún le espera el calor, el suyo, en su mitad del colchón.
Como una prueba de acero debe salvar la distancia entre el hueco que ella cavó en las mantas y la impecable frialdad de su ausencia.
El frío que reptó por la ventana abierta le acaricia el cuello, los pechos, las piernas, provocándole el escalofrío que la empuja a introducirse de un salto en su particular boca del lobo.
En el calor de su propio cuerpo, y en la consciencia de que su supervivencia depende de que continúe el latido de su corazón, en pos de calentar la cama que, posteriormente, la calentará a ella, siente las llagas del frío, limpias y gélidas. No es el frío que llegó por la ventana con ademanes de amante. No es el aliento de escarcha que escapa de las rendijas del suelo de madera, ni el vaho que se escapa de los muros de piedra. No, siente aún clavadas las agujas de hielo de la mitad de la cama que nadie ocupó. Tiembla y cierra los ojos.
Busca, a tientas, el teléfono al que aferrarse, para mirar cómo (siempre el mismo cuento) no se ilumina la pantalla.
Sonríe.
La muerte dulce.
Dulce como las flores del lecho de Ophelia, como la arena ardiente entregándose al mar.
Vuelve a la cama, se ha cansado de dar vueltas en su jaula.
Se enredan las espinas en sus tobillos.
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