Le había cogido gusto a aquel bar, quizás por la propicia pose acechadora: inclinado hacia delante, medio destartalado y con las cañerías corvas, como si se tratase de la retorcida columna vertebral de un felino a punto de lanzarse a por su presa. Quizás por su localización: al final de un callejón que no ofrecía más que humedad y basura.
Ahí dentro, en la penumbra, imaginaba que luces tenues alumbraban su vaso lleno de telarañas.
Se divertía recreando la pose siniestra del encargado del local, mirándola con sus ojos de hielo y su media sonrisa que dejaba vislumbrar en parte su afecto y en parte las ciertas ganas de violarla y descuartizarla.
También podía incluso arrancar las mudas notas del piano sin patas que yacía en el centro, derrumbado en el suelo. De todos los fósiles y momias del lugar, aquel piano era su cadáver favorito.
En su mente, al tugurio sólo accedían las cinco mismas personas; descontándola a ella y al dueño eran: una bonita chica, de tez pálida y enormes ojos oscuros, un bohemio alcohólico y esquizofrénico, o quizás lo primero antes que lo segundo, y, por último, un mendigo harapiento junto con su perro famélico.
De la muchacha, lo poco que sabía era que se trataba de la prometida del hermano del dueño del bar; el resto eran conjeturas, no obstante una de las versiones con más acogida era la de que, tras el supuesto asesinato del novio cometido por su propio hermano, por algún asunto económico, ella había quedado, como en una especie de maldición, prendada de aquel que arruinó su luminoso futuro.
El bohemio alcohólico cada vez se presentaba a sí mismo con una historia diferente, así pues lo mismo podía ser un poeta, que un Don Juan destinado al exilio, que un revolucionario y un estudiante de psicología fracasado al descubrir las miserias de la mente humana. Fuera de sus muchas mentiras o verdades, nadie sabía nada de él, ni siquiera se atrevían a inventar, por miedo a ser tachados de plagiadores.
Y el mendigo... el mendigo fingía ser mudo o desconocer el idioma. El pobre diablo ni siquiera recordaba las mañanas que amanecía con el alcohol aún en los labios que en sus borracheras hablaba, y más que ninguno. Él era el único cuya historia no varía dependiendo del licor o el color del cielo, según su lengua ebria había dejado atrás una mujer preciosa y embarazada de gemelos, por miedo a vivir atado a una vida que sabía que tarde o temprano acabaría arruinando.
A ella le conmovía especialmente la historia de este último, quizás por lo trágico de su decisión: ponerle fin a la felicidad, antes que tener que sufrir su pérdida.
Por lo demás, nunca hablaban.
Cada amanecer, cuando los trémulos rayos del alba se filtraban por las polvorientas ventanas, inundando la atmósfera de un dorado ondulante, ella misma se iba desvaneciendo, arrastrándose al exterior, donde toda la gente que existía silenciosa por la noche desaparecía.
Cuando la encontraron blanca como el mármol, con los labios violáceos y acurrucada junto a un piano en el centro del local abandonado, los dos oficiales de la policía no pudieron más que pensar que del cielo habían tirado, primero el piano, y luego a la joven.
Parecía que llevase allí encerrada toda la vida, dentro de una bola de cristal, donde la nieve se conservaba en aquel frío mortal que se colaba por cada rendija.