De esos domingos blancos de los que hablaba en un tiempo que se me antoja tan tan lejano que está pintado del color de los sueños etílicos de sábados cortos por la noche. Cuando empieza a hacer frío.
Es Octubre, ¿no te lo había dicho?¿no te habías dado cuenta?
Con ese cielo que nunca miras el tiempo suficiente como para darte cuenta de que, extrañamente, no es azul. Con esa luz, de un tono parecido al que yo enredé a mi cama; que ahora se ha vuelto dorada, brillante.
Y es que paso dos días aquí, y no reconozco mi casa, mi cama (que siguen igual que siempre), pero es como si llevase toda mi existencia festiva contigo. Como si antes de eso no hubiese más que una leyenda de mi existencia, el recuerdo de algo que no siento real.
Cuentos de hadas de cuando eras pequeño. Y la sensación de crecer, crecer en invierno, con ese medio-frío mordiendo la punta de los dedos. Y las bufandas de lana, de colores, asomando un poco fuera del cajón, saludando.
Es un mes de llorar, sola.
Es un mes de esos que pasan rápido y más en la cama que en la calle. Recordando.
Creyendo que no echas de menos, durmiendo más sola que nunca.
Y volveré cuando acabemos Octubre. Cuando lo gastemos tanto, que tengamos que esperar un año más.
No se siente tanto como en Octubre, tan adentro, tan en el tuétano del alma, si es que nos queda de eso.
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