Uno no vive en la ciudad en la que reside. No vive en un piso, un apartamento o un portal con su numerito de bronce perfectamente alzado sobre nuestras cabezas.
Tu vida no es un lugar concreto.
La vida está en un trayecto al trabajo que recorremos cada día, en personas y costumbres.
El problema es que no nos damos cuenta de que nuestra vida es un sofá, o un café, o unas escaleras de Correos; una pizza los viernes, hablar todas las noches con la misma persona...
No vives un marido o unos padres o unos hijos o un perro.
Vives un abrazo o un desdén, acostarte a kilómetros en una misma cama de matrimonio, sexo, disculpas, despedidas, decepciones, logros, caricias.
Y no, no tienes un empleo, tienes un montón de lápices (algunos con punta, otros esperando el turno de esa máquina que hay anclada a la mesa y tan punzantes los deja), tienes una pantalla vieja de ordenador, unos zapatos de tacón que te matan, unos recipientes de cristal, un delantal, unos guantes.
Por supuesto, no, no caminas, haces ecos en el suelo. Porque caminar es como si diese igual hacerlo sobre madera o moqueta. Y no, tu pisas madera, y linóleo, pisas tierra.
Porque uno vive sin darse cuenta. Y se da cuenta de todas las cosas muertas.
Vives en un cementerio de aciertos, en un campo de equívocos.
Como andar en sentido contrario. Como cruzar la calle con los ojos tapados.
Porque uno esta vivo en todo aquello que, precisamente, nunca ve.
- ¿Esas flores que sobreviven al invierno, aunque sólo sea durante unos días? Pues esas flores saben que vivir no consiste en respirar, alimentarse y reproducirse. Ni en llevar traje y ganar dinero. Ni en besar o amar. Ni en llorar y gritar.
Consiste en tu imagen en el espejo y hacer escapadas al cine.
En la cara del que es amado, y no puede evitar amar(te).
En el sabor de las lágrimas y esa sensación áspera y pesada en la garganta.
- ¿Por eso sobreviven un poco más?
- No, lo hacen porque el destino es cruel.