jueves, 13 de noviembre de 2008

Sand Seller

El vendedor de arena llegó una tarde de Octubre. Cuando los meses aún se escribían con mayúsculas. Desde la plaza del pueblo hasta la última lápida del cementerio lo acompañó el rumor de un mar que yo sólo había visto en las películas de los sábados por la tarde, los días de verano en los que la antena se dignaba a mostrar una secuencia de fotogramas inconexos doblados por el ruido blanco de un televisor que sólo deseaba la eutanasia, tras servir a tres generaciones seguidas.

El vendedor de arena se presenció en la puerta de la iglesia y, sin llegar a entrar, dejó a modo de ofrenda tres pequeños sacos de tela.
Recorrió todas las calles -que eran pocas-, sembrando la arena a su paso.
Yo lo recuerdo bien, porque era pequeña y aquella fue la primera vez que escuché el mar, cuando llamó a nuestra puerta hablando en aquel idioma desconocido. La primera vez que olí la sal, tan pegada a su piel que sus poros exhalaban océano. La primera vez que vi su color, ése azul verdoso, oscuro; en sus ojos.
Era el vendedor de arena.



Treinta y tres otoños después, no quedaba nadie para recordar su llegada al pueblo. Incluso mis propios recuerdos comenzaron a volverse trémulos. Sin embargo, aquella despedida, la única vez que el vendedor de arena habló mi idioma. ¿Cómo poder dudar de la veracidad de ese sueño?

El aire sólo parecía acariciarlo a él. Y la lluvia, por el contrario, no lo tocaba.
Porque él era el vendedor de arena: señor de los océanos y el viento, padre de la tormenta.
Durante su corta estancia en el pueblo no pasó un día sin que le rogara a dios para que aquel hombre me llevara con él.
El día en que le vi despedirse de la última baldosa de la ciudad, corrí hasta alcanzarle y le dije:
"Llévame contigo".
Él me miró un instante, quizá viéndome por primera vez. Luego evaluó la situación y, de no haber sido porque yo estaba segura de que no podía entenderme, hubiera pensado que consideró mi propuesta.
Sin embargo a mí la lluvia sí me mojaba.
No se acercó a mí; él nunca daba un paso atrás. Pero agachó la cabeza, depositó una de sus misteriosas bolsas en el suelo y, mirándome desde su profundo mar del sur se despidió, con su voz de marea y su piel de piedra cálcica:
"Adiós, tormeta".

...
"Adiós, papá"



***
Hoy estoy feliz. Me duele la cabeza, Napoleón me espera en la cama, hablándome de sus derrotas y sus ideales, el sabor de las pastillas besa mis labios; pero hoy estoy feliz.

Y me ha animado una canción intoxicada; que si ella se cree intocable por venenosa, yo me creo invencible por lamerla por el dorso.

"...No creas que no agradezco,
lo que tú has hecho por mí.
Porque ello, me ha hecho feliz..."


Regla número X
"Hacer justicia significa pasarse al lado del mal, ése que siempre sabe a gominola"

1 comentario:

Yuki, Lord Nieve dijo...

solo por curiosidad... a cuanto está el kilo?