sábado, 9 de noviembre de 2013

Los propios dioses

Vivía en un camino deshecho, como mis camas, siempre.
Buscaba, a golpe de reproche y patadas, esa mirada de "me quedo".
Ser querida resistiéndome, rebelándome. Matando a mis propios dioses.
Rindiendo pleitesía a la voz fría y oscura del miedo.
Trataba de estarme quieta y me ponía a temblar.
Quería acercarme y huía.
Intentaba querer,
y hería. 

Las riendas de la vida
nunca fueron algo fácil de llevar
para mí.
En las entresábanas de susurros yo gritaba o lloraba.
En los momentos de paz yo siempre tenía sangre para lo blanco.

Y es así, inexorable,
como cuando el agua se lleva en su remolino
un recuerdo por el desagüe.
Así veo correr entre mis dedos,
esto.
Aprieto los puños.

Vivía entre el cielo y la tierra, en ese limbo
en el que duermes y esperas que pase
la vida,
la de otros, no la tuya. 
Derribé, a patadas, las nubes grises que fueron mi prisión,
destruí horizontes.

Y ya de nuevo, en las puertas del presente,
pedía con orgullo lo que era necesidad,
fingía, mal, que no me dolía,
lo que no debería de dolerme.
Rompía el protocolo de quererse,
pisoteando mis propias palabras,
hiriendo mi pecho,
y el ajeno. 

Una a una, deshojé mis alas,
con preguntas para las que no quería una respuesta.

La vida golpea hasta dejar sin aire,
nuestros errores cortan como cristales,
espejos en los que se refleja la sangre.

y sin embargo
seguimos latiendo,
perdidos por nuestros derroteros,
deshaciendo camas, devastando los reproches,
esquivando las patadas,
o encajándolas el hueco del hombro.

Despedí mis antiguos anhelos y miedos,
para crear unos nuevos
que señalasen hacia delante:
ser mejor
en vez de buscar una excusa
para no vivir nunca más.




Reconstruí los propios dioses,
y les di un nombre en mi pecho.


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