y yo la niña perdida
en el País de las Maravillas,
en pos de un dragón.
Tú, disfrazado de asesino,
rodeado de Caperucitas de doble filo.
Yo, simplemente,
no estaba. No creía en el destino.
Tú tenías esos ojos verdes
de humano derrotado,
bajo ese traje de lobo
que rezumaba sangre,
roja,
propia.
Te vi de rodillas,
aullando.
Y quemé todos los puentes
hacia las torres de mis dragones.
Reescribí el cuento,
te encontré donde no te buscaba.
Eras siempre el malo
en los cuentos de otros.
Aquella era su forma de tenerte atado,
haber capturado al lobo.
Quizás te pusieron la corona rota
y usaron tu cuerpo de soldado.
Pero créeme si te digo
que no eran más que pesadillas,
que tu historia aún debía ser escrita.
Que no inventaremos personajes,
ni héroes ni villanos.
Solo tú y yo,
siempre,
adonde quiera que vayamos.
No volverán a ponerte cadenas
y a encerrarte en la oscuridad
de sus exigencias
de niños caprichosos,
adultos repugnantes.
No volverás a los oscuros bosques
donde acechan monstruos
disfrazados de indefensas niñas,
vestidos de rojo,
con el corazón seco
como los troncos del otoño.
No volverás solo,
nunca más,
a sumergirte en la gélida oscuridad,
a enfrentarte a ti mismo,
en campos de batalla
y abismos.
Tú eras el lobo feroz de todos los cuentos,
el que haría cualquier cosa por verme sonreír.
Me rescataste de mi País de las Pesadillas,
me despeinaste el pelo
y llenaste de barro mis tobillos.
Te intentarán robar, siempre,
para otras historias,
para usar tus garras
en defensa propia.
Tú eres el lobo feroz,
al que hicieron malo en tantos cuentos,
todas aquellos niños que tejían
su historia en lugar de realidad,
para no tener que admitir
su imagen en el espejo.
Si el enemigo está siempre dentro,
me alegro de haber entrado en tu pecho,
siguiendo el reloj de tu voz.
Y de aquí en adelante,
que te quede claro,
que el lobo feroz de nuestro cuento
no va a volver a ser el malo.
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