Mis manos dejan la huella imperceptible sobre tu rostro, como la estela de las lágrimas.
Y de pronto se ha hecho demasiado tarde. Porque empezamos la partida a deshora.
Recuerdo porqué me enamoraron los dragones, y aquellos que luchaban en su nombre.
Y lo siguen haciendo.
Es solo que el amor ya no es lo que era, que quiero, y siempre he querido al guardián. Ni a mi príncipe ni a mi sapo. Ni el rey ni el espejo.
Al lado, sin entrar en la torre, volando en círculos.
Que, tras cien años viendo dormir a la princesa, viendo pudrirse las rosas que la rodeaban, sólo el dragón podría haber hecho feliz a la que despertó casada, despertó mujer, despertó bella; despertó y nadie le preguntó jamás qué soñaba, qué deseaba.
Los dragones mueren si los príncipes desenvainan la espada de hielo.
Los dragones lloran y ellas con tristeza, con los párpados acarician al dragón, hasta dejar atrás su tibio cadáver a lomos del corcel del apuesto caballero que las conduce de vuelta a la casa donde la historia dicen que serán felices comiendo (gran mentira).
Se despiden de él.
Lloran, suspiran, y se resignan.
Así son ellas.
Y no anhelarán más dragones nunca más.
Pero cada día azul mirarán al cielo, y sin recordar más que algún fragmento de sus ensoñaciones, desearán volar.
Y sentirán frío eternamente cada vez que miren el fuego del que nacieron los dragones.
Es su maldición.
1 comentario:
Me encanta tu teoría, si no te importa, tengo un dragón y se la quiero enseñar. De momento solo ronda mi morada, pero quizá algún día conozca a la princesa a la que despertar.
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