Una mujer de mediana edad, con el albornoz puesto, mira la tele distraída, mientras un gato gordo se pasea de un lado a otro de la minúscula sala, como intentando expandir esas cuatro paredes a base de recorrerlas una y otra y otra vez.
La mujer suspira escuchando la insípida conversación de enamorados de una de esas telenovelas sudamericanas con la que rellenan las tardes vacías, tratando de encoger -quizá una última vez- el saturado -de grasa, no de amor- corazón de las cincuentonas que se dejan caer buscando sus treinta minutos de un amor imposible, de personajes imposibles de nombres imposibles y acciones poco probables.
Su atuendo, de un color rosa pálido, algo más blancuzco de lo que su nombre de por sí ya indicaba, a causa de la lejía y demás inclemencias a las que una mujer que pasa sus tardes observando el amor plástico de muñecos, suele exponer al algodón, le otorga cierto aire majestuoso, melancólico y excéntrico al mismo tiempo; como la elegancia que posee una reina loca, tras perder su palacio y su trono, reteniendo su pose de reina, entre miles de harapos.
Comprende, sin saberlo, que hace mucho que perdió la oportunidad de hacer suya una de esas historias de decorados falsos y actores -no fabulosos, pero sí lo suficientemente buenos como para engañar a un corazón anhelante-. Comprende, por eso algunas noches llora, sin saber muy bien el porqué. Lo sabe, aunque no lo piense. De hecho no lo piensa porque lo sabe.
O algo así, tampoco importa demasiado, porque eso no es un punto de relevancia en esta descripción.
Entonces el gato se estira. Bosteza, rueda sobre el suelo y sigue en su intento de forzar las leyes del espacio, a pesar de no saber muy bien la finalidad de ello.
La mujer suspira, escucha, suspira de nuevo y deja de escuchar, para sumirse en un mundo que no conoce -o reconoce-, donde ella es la protagonista de una historia de esas, aunque su imaginación la deja a la puerta de la publicidad, y entonces se acaba el capitulo.
Pulsa el botón de apagado del mando a distancia, pero las pilas, en un ataque de personalidad, deciden no funcionar, así que, cuando ella levanta sus setenta y tres kilos de humanidad y camina pesadamente hasta la cocina, las voces de varios periodistas hablando de-no-sé-qué-cosas que nada tienen que ver con las telenovelas, la acompaña en un dulce ronroneo.
Y cualquier atisbo de pensamiento filosófico o reflexión sobre la vida y el desperdicio y fiasco que ésta ha supuesto para nuestra protagonista, muere instantáneamente ahogado por el aroma del detergente, la goma y unos bombones de mala calidad que arrastran cualquier pena, como si de un potente desatascador de las tuberías del corazón se tratase.
Esa es una descripción de mí misma...
Y yo soy el gato.
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