- Me gusta contar las palabras y hacerlas bailar para ti -susurré dejando que, causalmente, mis labios rozaran tu oreja, erizándote el pelo de la nuca y haciendo temblar tu nariz.
Luego reí en voz baja, burlándome de tu desconcierto ante esas palabras que a menudo solía meditar.
Te confié un secreto -cientos de hecho-, sabiendo que tú los guardarías mejor que nadie, desconociendo la relevancia de éstos. Porque, tras tantos años intuyéndonos, que no conociéndonos, escribíamos historias que siempre quedaban pendientes en la página 23, entre el nudo y un punto y aparte.
Y es que yo te enseñé a escribir, y tú que los personajes podían ser algo más que buenos o malos. Existiendo también aquel estado en el que nos incluías a ambos, el de: soy bueno con la gente que quiero, soy bueno cuando la luna no sale llena.
Tú no sabías leerme, y yo era de ésas que adiestran palabras, para que salten y den volteretas, hasta que el amor se convierte en Roma y tú busques mis ojos en un mapa de Europa. Pero nuestras frases memorables, eso sí, debían acabar en par; el impar lo guardabas cada noche en el bolsillo izquierdo de tus vaqueros, por si te hacía falta para cuando yo ya no estuviera.
Porque, cuando robabas palabras, el "esta noche me quedo" se convertía en negación ante uno de tus "no". De esos que SIEMPRE te sobraban, porque yo decidí no usarlos.
Que yo te juré no irme nunca, y tú que me olvidarías si me marchaba.
Contábamos las palabras haciendo acopio de manos y pies, hasta que entre los dos perdíamos la cuenta y, entonces, primero tú y después yo, nos dormíamos, con la cabeza hecha un lío de números, en el que el orden terminó afectando el resultado, porque a mí nunca se me dio bien restar. Y desde el principio fue un poco tarde para aprender de nuevo. Aprender que silbar te daba hambre, porque el aire se comía las reservas de lágrimas. Aprender que en las promesas "nunca" o "jamás" era demasiado tiempo. Y que tú las cumplías mejor que yo, ganando siempre la última disputa, la que sí-que-sí, la definitiva.
Guiñándote un ojo te dejé todos nuestros cuentos a-medio-acabar para mí, a-medio-empezar para ti; con la esperanza de que cumplieras tu primera y última promesa. Ésa que nos hicimos a la vez y yo no había sido capaz de cumplir.
Esperando, como cada domingo, más de ti que de mí. Porque durante cuatro otoños confié más en tus manos que en el amanecer, y olvidé rezar a la luna, perdida entre tu pelo. Y siempre supe que tú podías y debías más que yo. Aunque no pensaras igual.
"Así es el amor" pensabas.
"Roma le es así" te corregía yo.
Me pregunto cómo quedaría la frase al final, cuando, entre lágrimas y pensamientos -los últimos que me dedicarías, de eso estoy segura- reconstruyeras todas nuestras conversaciones, otorgándoles tristes finales a nuestras historias, volviendo a la creación de personajes BUENOS y MALOS.
Y tú aún convenciéndote de que lo nuestro no fue lo que ambos decretamos que fuera.
- Amor: él no es así.
Impar. Vuelve a no ganar nadie.
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- Cómo se ven las estrellas fugaces?
- Es muy simple, consiste en mirar hasta que se empiecen a suicidar los astros...
- Mira! La has visto?
- No, pero es igual, te regalo mis deseos.
1 comentario:
^^ me ha gustado mucho la expresión de adiestrar palabras!!!
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