lunes, 1 de julio de 2013

Instrucciones de día de playa

Es como si se hubiese quedado
parado
en ese segundo en el que cierras los ojos
por el dolor
el destello.

Tiene una herida en el pecho
que sangra y hace ríos
que se pierden en el mar.

Él también está unido al agua,
llevamos la muerte escrita en la frente
y es solo un número
que no podemos ver
porque no nos gustan los espejos.
Pero ahí está.
Yo sé tu secreto,
tú sabes el mío.
Seamos discretos.

Tiene esos ojos que parecen perdidos
hundidos.
Y esas manos fuertes
para arrancarse el corazón
y cualquier otro órgano
que se atreva a sentir
hambre.

Yo aplaudo y lanzo flores,
bailo alrededor de la luna
cuando está creciendo
y me atribuyo su redondez.
¡Qué buena madre he sido!
Que no decaiga.

Tiene la sonrisa más cansada del mundo.
Pero solo porque no tenemos espejos;
porque si no gano yo
que soy experta en latir
con los labios,
con la lengua.

- Yo vivo conmigo mismo.
- Y yo con ella. Te lo cambio.
- ¡No!

Tiene ganas de ser descubierto,
descubierta.
Pánico de ser visto,
vista.

Da igual,
hablamos de lo mismo.
En diferentes carcajadas.

A mí me hace reír el sexo,
la euforia,
la autodestrucción,
el llanto.

Él no existe,
por lo tanto no tiene que reír.
Sería macabra la risa de la nada.
Pero si riese,
seguro que la alegría se le escaparía del agujero
del pecho;
en forma de vapor
con aroma de sangre y humo.
Porque ese tipo de feas heridas
son incendios suaves,
que no cauterizan.

Me baño en las aguas manchadas de sangre.
Busco la herida,
devano una sonrisa de ella.

Aprendo
a nadar
más que a no ahogarme.
Hay una gran diferencia.

Eh, los de la orilla, ¿lo entendéis?



Es como si se hubiese quedado
atrapado
en ese instante
en el que sientes que algo dentro de ti se rompe
y se te escapa el aliento
(el último)
y piensas que no podrás vivir el segundo siguiente.
En ese espacio vive él;
por eso mancha estas aguas con sangre que no es la mía
pero no viene a nadar
ni a hacerse el muerto.




Si mi piel se vuelve roja,
me perderé entre estas olas.


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