Con cada embestida recordaba su misión
La de salvar al mundo. Calentar el aliento de los seres humanos perdidos. Calentar cada centímetro de piel de los desesperados.
Su labor divina.
Con cada jadeo susurraba, muy bajito, que eso lograría rescatar del borde del abismo a cada par de ojos que, desorbitados, perdidos, temblando, la observaban; a veces con deseo, a veces con rabia y furia, a veces con miedo. A veces ni la miraban, para no descubrirse a sí mismos en el fondo de sus ojos de color almendra.
Y el cabecero de la cama golpeaba rítmicamente la pared, creando una disonante melodía que acompañaba la oración silenciosa que ella rezaba en pos de aquellas almas, por su salvación.
Algunos, antes de que el sol asomara, para no ser descubiertos saliendo de aquel antro, lanzaban un par de billetes sobre el lecho, aún tibio, y huían entre las sombras, desconociendo la mano de dios entre los muslos de aquella ramera que como único precio ansiaba un milagro, o tal vez cientos de ellos.
En cada espalda, un milagro.
El dinero, como las noches de sexo o los amargos despertares, tampoco duraba demasiado. Lo que no invertía en obras de caridad en las que hasta el pastor de la mejor iglesia estaba corrupto, lo empleaba para malvivir en aquel cuchitril en el que, cada día, se derrumbaba por algún sitio nuevo, llegando a desplomarse paredes de cuya existencia ni siquiera tenía constancia.
Aquella mañana en concreto la luz se filtraba a través de las viejas persianas de madera podrida, dejando una estela de polvo buceando en el aire viciado del dormitorio.
El aroma salino del sudor impregnando las sábanas aún flotaba en el ambiente, besando en los labios al crucifijo que pendía, algo inclinado hacia la izquierda, de la pared.
Lentamente abrió un ojo. Jesús la miraba, con aquella media sonrisa de aprobación, que tantas fuerzas le daba. Fuerzas para acoger más almas perdidas, y purificarlas como sólo ella sabía.
En ocasiones su fe flaqueaba y se preguntaba dónde estaría Dios, porque no acudía en su ayuda, o cuándo iría a sacarla de allí, a dar por finalizada su misión. Pero en seguida pasaba volando una paloma blanca, o el crucifijo le guiñaba un ojo, o el viento agitaba las cortinas; y entonces sabía que la respuesta para todo aquello era: "pronto".
Y "Pronto" llamó a la puerta exactamente tres meses y doce días después. Una noche que llovía, una noche de esas que reptan por el asfalto hasta calar hondo, hasta los huesos.
Un hombre alto, de ojos profundos, oscuros y hundidos. De alma profunda, oscura y hundida también.
Un nuevo cliente.
Alguien más a quien salvar.
Como cada noche desde hacía tanto tiempo comenzó el concierto de gemidos, muelles sollozando y llamadas de la cama en la pared.
Comenzó la plegaria.
El hombre deslizó sus ásperas manos desde el vientre hasta el blanco cuello de aquella puta que temblaba bajo su peso, susurrando una maldición inaudible.
Todos sus músculos se tensaron bajo la presión de aquellas inmensas manos. Los ojos del color de la almendra se abrieron de par en par, dirigiendo una súplica al Cristo de la pared, burlón.
Y los finos labios se contrajeron en una mueca, sin llegar a dar por finalizada la oración.
La música cesó.
La bombilla parpadeó un segundo antes de que la puerta principal se cerrara con estrépito, dejando el cadáver a solas con un Cristo y un Dios que le debían demasiadas explicaciones.
Cayó una pluma, pasó una paloma blanca y el viento agitó las cortinas.
Todo el dormitorio se inundó de guiños.
Ella era un ángel. Y sólo él pudo verlo.
Un ángel. Demasiado bello para permanecer en aquel mundo tan cruel.
Él la liberó con las primeras luces de una mañana de septiembre, de ésas que amanecen nubladas, y permanecen así semanas enteras.
Dios acudió en su rescate.
Dando por finalizada su misión.
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- Escuchas eso?
- El qué?
- El silencio.
1 comentario:
Hubiera preferido querdarme ¬¬
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