domingo, 3 de agosto de 2008

...y descubrir que no estás


Cada día que anochece huyen las ganas de respirar con los mismísimos rayos de sol. Desentierro cajas llenas de polillas de debajo de las baldosas y me escondo en la oscuridad del armario, para no tener que ver como pasa el tiempo, como se agota el oxigeno; para no tener que salir mañana de casa, y descubrir que no estás.
Rompería todo lo que soy, rasgaría todos mis sueños, gritaría y lloraría en la oscuridad, para no tener que volver a salir, y descubrir que no estás.
Contando los segundo hacia atrás, y desandando el camino, para pisar una y otra y otra vez los mismos peldaños: los de siempre. Que otorgan la férrea seguridad de lo sucedido, que siempre queda, para bien o para mal, como las manchas del chocolate en los vestidos blancos de domingo. Y es que el domingo siempre es el peor día.

Y todas esas complicaciones que suponía alimentar un astro no eran más que superchería barata para tratar de disuadir a los más osados: aquéllos que pasaban las noches en vela esperando ver caer una luz del cielo, para amaestrarla y que les haga compañía o simplemente para regalársela a alguien.
Pero las horas se derretían más rápido de lo que nuestros suspiros enfriaban, y, humeantes, entre nuestros pies, formaban la playa de las noches, reflejando amaneceres.
Y al final se desgranaron las aceras, y todo despertó nuevo, aún por estrenar. temblando murieron las estrellas.
Y ninguna cae.
Ninguna cae.

Estaba segura de que no podía ser tan difícil encerrar una de esas dichosas estrellas en un bote, el de la mermelada de fresa que se acabó justo cuando el otoño golpeó nuestra puerta.
Llorar toda la infancia para descubrir (tarde) que al final no importaban el número de estrellas, que un anillo podía brillar más y que, quizá el bote no fuera tan efectivo como aseguraba su prospecto, que nos hablaba sobre las excelentes cualidades del producto que contenía en su interior, en este caso: nada.
Y la magia de la lluvia cuando el calor se pegaba a la piel. O la tierra, alzando el vuelo al compás de los zapatos que la vapuleaban. Empalideciendo en comparación con la belleza de lo inalcanzable, pero más mundanas, más diarias, más reales que la promesa de que ese brillo del cielo es un sueño por caer, y no una lágrima.
Mientras asesinaba los minutos de eterna espera me repetía un cuento, a modo de verdad, aprendiéndome cada punto y aparte de memoria, a ver si así la princesa despertaba tras mil veces pasada la página del huso. Y es que siempre creí que los cuentos debían escribirse en vidrieras de mil colores, y no contarse jamás, para, una vez cumplida la edad, volver a aquel lugar, y descubrir que tú ya no estás.

Omedetou

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola:
He llegado a este lugar, no sé cómo, aunque sí sé con qué pretexto, (me gustó una imagen que tienes aquí y la tomé prestada para acompañar unos versos que he colgado en mi blog)
Y para no sentirme ladrón, te dejo este comentario y bueno, decirte que te he leído y que tiene fuerza lo que escribes. Lo haces muy bien.
Un abrazo:
Tadeo
mi blog es:
http://josetadeotapaneszerquera.blogspot.com/

sueño de cristal dijo...

Y es que el domingo siempre es el peor día...