Vino un Octubre unos días,
y se quedó para siempre
entre los pliegues del espacio frío
de sábanas
que se hace cuando vamos
espalda contra espalda.
Y entre los posos tibios del té
que descansan un domingo
previa lluvia.
Vino, como el espejo cuando somos monstruos
y acariciamos los cuentos, las fotos,
ese retrato de Gray
que usamos para escudarnos;
las promesas que hicimos
un sábado vacío
cuando nos portábamos
bien
siendo la buena mujer
que se iba con la mañana.
Vino, esa noche, donde nuestra piel
era del color de antes de la tormenta
y ni nos tocábamos,
por si salían rayos
y yo lloraba del rugido del trueno.
Donde los silencios
se rompían con coraje de pecho abierto
con la posibilidad de morir
congelada
en la madrugada.
Y se quedó en el color de los ojos
ese que parece milenario si le da el sol.
En esa sensación prendida al pelo
de miedo y de sentencias.
De menos, de venirse abajo.
En ese sabor de tarde y mal,
de viento que se cuela
por la cerradura forzada.
Vino Octubre de visita,
hace muchos años,
cuando yo tenía la guardia baja
y las expectativas altas.
Y se quedó para siempre,
con su otoño incipiente
su luz dorada
y su sol que no calienta.
Y yo muriendo cada lunes
así
un poco más.
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