Y el miedo constante de saber
que el enemigo acecha
a este lado del muro.
Era la última batalla,
y ni siquiera había
un campo en el que morir luchando,
una vasta extensión mitad cielo mitad tierra,
sobre la que caer,
dejando perderse los ojos
entre el verde y el azul.
Solo había viento y frío,
colándose entre la piedra;
y esa sensación,
como de estar escuchando siempre
los propios latidos,
como una cuenta atrás que nos acosa
cuando sabemos que vendrán
al caer el sol,
mirándonos a la cara,
mientras se llevan nuestro corazón,
entrañas
y alma,
y no nos permiten siquiera
morir entre los muros,
sólo nos dejan
solos.
Los fantasmas impidiendo el descanso
y sus labios fríos besando el cuello
como si quisiesen poseernos.
Es el último bastión
y no es de la muerte de lo que huyo.
Ojalá fuese tan fácil,
errar, caer.
Huyo de esa angustia
de ese peso en el pecho
que hace que se detenga el tiempo
en el momento antes del golpe,
cuando descubrimos que
no podemos salvar
y se nos escapa la vida ajena
que vale más que la propia,
entre los dedos.
Fui escudera en batallas en las nubes
y descendí del cielo
para descubrir
que el escudo endeble
causa bajas en el campo.
Para gritar el desgarro
que llevaba, como una herida,
caliente y humeante,
del cuello al vientre,
al ver,
en el suelo,
por quien me vestí de acero.
En el último bastión,
me encierro en el dolor
de ver mutilado
al más fuerte de todos los soldados.
Es la desesperación
tras la caída del héroe,
es arañar lo que queda de vida,
arrastrar un cuerpo,
sabiendo que,
tras los muros que nos separan
del mundo que nos hirió,
la muerte golpea el doble.
Y digo que es el último bastión,
porque después de esto,
tras el último latido de otro pecho,
ya no habrá nada.
Ese mal presentimiento
arrasando con todo.
Derrumbándolo todo.
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