Coges el tren un martes cualquiera.
Y de pronto eres ciudadano de ninguna ciudad, en ninguna parte.
Y, sin embargo, por muy hermosas que sean las plazas aquí, por muy viejas las farolas, no disuelven el sabor de tus labios.
Te espero paciente sabiendo que volverás, presa de mi veneno.
Y es que ahora necesitas mi voz para sentir el vértigo, la hilaridad, la rutina.
Ahora eres incapaz de percibir nada que no sea lo que te he enseñado a amar.
Lo que amamos juntos.
Tus toxinas recorren la punta de mis dedos; te espero, un día más, seguro (más-que-nunca) de que volverás.
Porque yo también siento esa ausencia del aire (el tuyo) cada vez que te toca un nuevo viento, y te besa un sol distinto.
Que yo nací para tumbarte sobre un lecho de flores, y besarte los párpados; y hacerte reír, y llorar.
Que yo nací para enseñarte a explorar, a caer, a recordar.
Porque yo también; yo también te he amado, como no puede evitar hacerlo todo el mundo.
Como lo hacen sabiendo que eres la más perfecta criatura sobre la tierra.
Sí, yo también.
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