Cuando la guerra está en tu mente y el enemigo eres tú no hay escapatoria. Puedes correr, todo lo rápido que puedas. Llegar lo más lejos posible. Dejar atrás el campo de batalla y olvidar que estás en guerra entre jadeos y sudor, entre noches cortas y otras pieles. Puedes huir del infierno que es el otro y quedarte sola al final del camino. Pero llegará un momento en que cierres los ojos, pares de caer. Y solo estarás tú, derrotada.
Hay que ser valiente. Hay que tener coraje y poner el corazón por delante. Y vencerse, y alzarse. Solo entonces podremos conquistar las cimas más altas, podremos curar desde abajo. Coger una mano y tirar de ella hacia nosotros, hacia nuestro pecho. Ganarnos a nosotros mismos hará que ganemos el mundo y consigamos curar incluso a los victoriosos.
Sienta bien ser fuerte dentro de la vorágine de pánico. Saber que los pies están anclados a este río que nos arrastra. Aceptar el destino y, desde la situación de vulnerabilidad, saber que puedes hacerlo todo. Que puedes más, que puedes lo que desees. Eres. Ves. Tienes el don y la maldición de los ojos. Qué hacer con ello y no permitir que las certezas te venzan es lo que te debes a ti misma.
Hay que avanzar, sin huir, avanzar tomando las riendas para desbocar al caballo por voluntad. Controlar el mundo, controlar que lo incontrolable siga siendo así.
En una declaración oficial de intenciones dictamino que soy capaz. Que soy. Que puedo ganar, y lo haré.
Que ningún protocolo puede contra la fuerza de mis manos. Que hay que ganarle el pulso a la realidad que nos quiere imponer la vida, para ganarnos. Hacer tu propio mundo, no creerlo, hacerlo.
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