Nadie podía ni imaginar cómo era la realidad: un guisante apartado en el plato de arroz chino tres delicias de un niño de ocho años. Qué injusto era que no tuviese buena voz, para poder cantar en lugar de sentir.
Había que resignarse. Habría que pisar fuerte sobre el asfalto que cocía, que nos cocía. Nos están cocinando, vamos a ser devorados.
Y un día de pronto la locura lo inunda todo, lo nubla todo con una claridad deslumbrante. De pronto piso fuerte, no miro, veo; mi sonrisa está llena de lo que nos devora: cosas tristes, cosas bellas. Y llevo la vida enredada en el pelo.
Nadie podría haber imaginado, viendo esas fotos de cuando era apenas un bebé, que algo tan simple acabaría tan perdido, tan fuerte, tan frágil. Me rompo, me gusta. No voy a parar.
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