Estamos cubiertos de heridas, de arañazos, de cicatrices, de barro, de hiedra.
Corremos, corremos.
Todo a tu alrededor está roto, está derrumbado. Son ruinas, son lágrimas.
Este mareo, esta forma de vivir rompiéndolo todo. Queriendo arreglarlo todo.
Estamos invitando al destino, a que nos marque él el camino. No podemos decidir. No queremos.
Saltas y te mata la caída. Corres y lo que cambia es el asfalto.
Vivir con el pecho abierto, para que alguien se lleve tus entrañas y decida qué hacer con ellas.
Vivir de esa manera, ramera, remando.
Y es que a veces la vida pesa, duele. Y no se puede hacer nada con ese sentimiento. Solo tenerlo dentro. Arrastrarlo allá a donde vayas, tirar de él.
Y sigues como siempre, evitando ciertos espejos,
buscando otros.
Pensando que puedes hechizar con los ojos,
queriendo tenerlo todo por no saber qué quieres
quién.
Con tanto para dar que no sabes cómo administrarlo.
Esa sensación de ser un terremoto,
un vendaval:
entras y lo rompes,
tocas, lames,
desordenas.
Y deberías irte, pero te quedas
porque estás enamorada de las ruinas,
de las antiguas civilizaciones,
de las leyendas.
Soy un desastre,
soy destructora.
Hay una guerra en mi mente
y yo solo miro surcar las flechas el cielo.
Que se maten,
soy amante de los restos.
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