Ya ha empezado otoño, aunque no nos hayamos dado cuenta.
Esta noche tenía ganas de hablar, de cómo me convertí en una casa, y dejé de ser una persona.
Es una historia interesante.
Un día te despiertas y, cual
Metamorfosis, descubres que tu brazo izquierdo es un gran muro, acristalado, con preciosas cortinas y un papel de pared color oliva; tu brazo izquierdo es otro muro, con una puerta que da a una cocina, y parece que alguien está horneando magdalenas.
Y ahora, cuando él llega a casa, no estoy yo, y a la vez lo estoy.
Están sus paredes, sus muebles, sus cosas... y yo. Soy hogar. Y nada más.
No me malinterpretéis, no está mal ser hogar, es mucho más de lo que algunos podrían llegar a aspirar...
Sin embargo aquí estoy, cálida, acogedora... Y fuera las cosas giran, cambian, algunas cortan, otras ríen, pero fuera no eres casa, eres persona.
Yo ahora soy casa.
Como en los juegos de cuando eras pequeño, y corrías a las zonas seguras que te proporcionaban inmunidad. Eran "casa". Pero al final siempre salías de nuevo a correr, al peligro, a buscar "casa" de nuevo... porque si siempre estuviésemos en casa, a salvo, no tendría sentido el juego, no habría diversión.
Él no sabe que yo soy casa. Oye mi voz y nota mi piel, pero no sabe que soy parte de las paredes, de las ventanas, de las cañerías.
A veces me siento vacía, con mis rincones oscuros.
Eso es porque mi inquilino está fuera, jugando para poder echarme de menos.
Porque no puedes hacer planes y llevarte la casa a cuestas, eso es para dueños de autocaravanas y soñadores.
Te quiero, como se quiere el hogar, la ciudad de la que huímos y a la que no volveremos. Te quiero, con la nostalgia del que sabe que no desea regresar a su hogar.