La ropa hondeaba a su alrededor, como si fuese parte de su cuerpo, queriendo derramarse también. Podría haberse tendido sobre un suelo de arena y cerrar los ojos; con la mente en blanco. Sabía que venía del cielo, pero ya no lo echaba de menos: no necesitas tu hogar para ser parte de él, llevamos encima lo que nos dio cada una de las personas que quisimos. Es importante no olvidarlo; igual de importante que dejar ir a las personas, que dejarte ir a ti mismo.
Por cada persona que la miraba ella recordaba a los que la habían visto. Conceptos diferentes.
Muchos ojos dirigidos, pocas mentes enfocadas. Pero sonrisas por igual.
No quería ser más que aquella que resplandecía, que sonreía, que tenía un calor propio, para los demás, para ella. Aquella que podía dormir sola o acompañada, que tenía una voz inquebrantable y un corazón en llamas. Quería serlo porque lo fue, acompañada. Ahora quería serlo sola. Podía. Es cuestión simplemente de arder, de reír. De aceptarse lo suficiente como para no necesitar a nadie. Y entonces poder querer de verdad, con un corazón limpio que no tenga uñas y heridas.
***
Este año el verano ha entrado como otro de hace cinco, seis. La diferencia es que las personas de entonces hacen su vida en otras ciudades.
A veces pensamos que necesitamos la tierra de entonces, las manos y los ojos de entonces para ser como fuimos.
No es así. Somos nuestro propio mundo. Si pudimos ser estrellas parpadeantes, es porque estamos hechos de ellas. Si pudimos ser ángeles, es porque tenemos alas. Aunque con el paso del tiempo y las personas perdidas pensemos que nosotros también nos perdimos, que a nosotros también se nos pasó el tiempo.
Hoy sé que no; sé quién soy, no ahora, sino siempre. Esas noches cortas de cantar en la calle, de llorar de madrugada, y un abrazo que no juzgue. No hace falta estar bien o mal, solo estar, siempre, al pie del cañón. Juntos, acompañados, da igual. Nunca estamos solos. Incluso los que huyen; nunca están solos.
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