Había adquirido la capacidad de tragar agua como si fuese la
única forma de sobrevivir al dolor. Tragaba agua helada, y la sentía como una
piedra sólida bajando por dentro del cuerpo. Siempre pensé que la clave de todo
estaba dentro del cuerpo: allá donde los dedos exploradores no pueden llegar. Había
gente que se hacía heridas para entrar; yo mandaba un ejército de agua a
inundarlo todo. Todo está bien si estás lleno de agua. Eres como un pequeño océano,
y el océano es tan grande que no sufre, le da igual matar, no se vuelve más feo
por ello. Lo malo se diluye. Eso creo.
También ponía la música alta, siempre por las mañanas. El océano
no escucha más que sus latidos, sus rugidos. No hay más ruido en él que los
propios. La música es mi rugido. Tapa todas esas voces que no son la suya y se
esconden dentro del cuerpo, bajo la piel.
Alrededor, cada uno se desgarra en una dirección. Y nos
dejamos solos mutuamente. Nadie te coge de la mano, nadie te abraza para
protegerte del suelo en tu vuelo desenfrenado. Un pulso contra la gravedad.
Siempre pierdes. Y todos bellos con nuestras mortajas, algunas con nombres,
otras un una mirada, otros en silencio, mortajas sin quejas. El silencio que
queda tras la música alta, tras el embiste del agua.
Claro que avanzo, cuesta abajo y sin frenos. Mi cuerpo es un
juguete que siempre he querido romper. ¿Qué vales? Poco a poco dejas de confiar
en tu entorno, tan brillante en un junio tan triste. Pueden secuestrarte una
mirada, una sonrisa, una mano. Da igual. Ya no confías en tu entorno, porque
también está roto. Por eso le guiñas, cómplice, te ríes, le lanzas un beso. Sigues tu carrera, si acaba en muro, ser la mancha más hermosa, ser el cadáver más feliz.
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